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"...el dolor se hizo más intenso: un dolor constante e implacable que me ataba a la cama. La fatiga se convirtió en una sombra de la que no podía escapar." - La experiencia de Noelle con FND

He vivido en quietud.


No del tipo que se encuentra en una mañana tranquila, pacífica y reconfortante, sino del que se asienta como la niebla: indeseada, pesada y lenta en disiparse. Nunca imaginé que mi historia comenzaría así. Durante la mayor parte de mi vida, fui la imagen misma de la salud. Conocía a los médicos como rostros amables en las revisiones anuales, no como personas que intentaban resolver problemas descifrando el lenguaje de mi cuerpo. Si pudiera susurrarle a mi yo más joven ahora, no la asustaría con lo que se avecinaba, pero sí le diría que se aferrara.


Porque el 17 de marzo de 2024, el suelo bajo mis pies cambió. Apenas unos días antes, había cruzado la meta de mi primera media maratón. La semana anterior, había bajado del escenario de un concurso, coronada, radiante, sin aliento de alegría. Creí estar en la cima de la montaña.


Entonces llegó la fatiga, no de esas que se duermen, sino de las que te devoran el día. Dormí 20 horas de 24, atrapada en un cuerpo que ya no me respondía. Empecé a olvidar cosas, cosas sencillas, cosas familiares. Los nombres de mis amigos se me escapaban entre los dedos como arena. Olvidé mi correo electrónico y mis contraseñas. Mi mente, antes ágil y rápida, se sentía nublada, extraña, distante. Estaba mareada, inestable, tropezando y cayendo, chocando con todo a mi paso. Y, sin embargo, me veía "bien".


Pero no lo era.


Me estaba deslizando hacia una versión de la vida que no reconocía: una donde el descanso no me restauraba, donde caminar por la habitación se sentía como correr una maratón, donde mi cuerpo se convertía en un misterio incluso para mí. No era una quietud apacible. Era aislante. Frustrante. Un desmoronamiento silencioso que nadie podía ver.


Pero incluso aquí, aprendí cosas que una persona fuerte y sana jamás podría. Aprendí que bajar el ritmo no es lo mismo que rendirse. Que la sanación no es lineal, y la identidad tampoco. Que la fuerza a veces parece rendición, y la valentía a veces suena a "No lo sé, pero lo intento" y "Necesito ayuda". Puede que mi cuerpo ya no funcione como antes, pero mi voz nunca ha sido tan fuerte. Mi propósito, nunca más claro.


En julio, el dolor se hizo más intenso: un dolor constante e implacable que me ataba a la cama. La fatiga se convirtió en una sombra de la que no podía escapar. Pasé días enteros atrapada en la cama, no por comodidad, sino por necesidad. Ya no estaba solo cansada. Estaba perdida. Y entonces llegó el incendio. No metafórico, sino real.Pero la historia no terminó ahí.


Mi piel gritaba bajo la superficie, tan sensible que no soportaba que me tocaran. Incluso el roce de una sábana o el contacto de la familia se sentían como llamas. Ardía sin fiebre. Ardía sin causa. Ardía en silencio. El mundo exterior seguía moviéndose, pero el mío se reducía a cuatro paredes y al sonido de mis propios llantos. Cuando finalmente fui a urgencias, me mandaron a casa; me dijeron que no podían hacer nada. Justo cuando pensé que había tocado fondo, me demostraron que estaba equivocada.


Al día siguiente, perdí el habla por completo. Y entonces, mi cuerpo me siguió. Un momento estaba hablando, al siguiente, me quedé en silencio. Inmóvil. Paralizada del cuello para abajo.


Recuerdo el viaje en ambulancia solo en fragmentos: luces intermitentes, sangre por vías intravenosas fallidas, el miedo y la incertidumbre en los ojos de mi madre. Pero recuerdo lo que vino después con perfecta laridad: el ingreso, el miedo, la rendición y el comienzo de la recuperación.


Tuve que volver a aprender a hablar. A moverme. A confiar de nuevo en mi cuerpo. Hubo días en los que pensé que no me levantaría. Pero lo hice. Hubo noches en las que pensé que la cinta que me tapaba la boca nunca se levantaría. Pero lo hizo.


Lenta pero seguramente volví a vivir la vida como lo que ahora conozco como mi punto de partida. Justo cuando creía que estaba sanando, recaí. Todo por lo que había luchado —las palabras que había recuperado, los pasos que había dado, la fuerza que había reunido—


Sentí como si mi progreso se hubiera hecho añicos, como un jarrón que se cae al suelo y se rompe, con los pedazos dispersos y deshilachados.


Volvía al punto de partida. De nuevo en la cama. De nuevo en el fuego. Y esta vez, dolía de otra manera: no solo en los huesos o los nervios, sino en el espíritu que tanto me había esforzado por reconstruir. Cuando empezó la escuela, entré en segundo año en silla de ruedas.


Luego, lentamente, con un bastón. Me familiaricé con el lenguaje de las miradas silenciosas y los silencios incómodos. Me acostumbré a la pausa profunda después de "¿Qué te pasó?". Pero ninguna explicación parecía lo suficientemente convincente como para contener la verdad de lo que había soportado. ¿Cómo se explica un año así? ¿Cómo le dices a alguien que tu cuerpo se descompuso sin que rompa su comprensión de ti?


Fue desgarrador. Ser visto como frágil cuando te sientes feroz. Ser tratado como diferente cuando sigues siendo tú. Pero incluso en el dolor de lo que había perdido, encontré algo extraordinario: la fuerza para seguir presentándome. En la silla de ruedas. Con el bastón. Y finalmente, por mis propios pies.


No porque me hubiera recuperado. Sino porque me levanté lentamente, en pedazos, con un propósito. Comencé a hablar de nuevo, no solo con mi voz, sino con una historia que exigía ser contada. Había tomado los pedazos rotos del jarrón y los había vuelto a pegar, excepto que esta vez, puse un hermoso arreglo floral dentro. La gente me preguntaba: "¿Qué tal tu verano?" Y yo sonreía, porque eso es lo que se hace.


Pero detrás de esa sonrisa se escondía un verano de lucha: lucha por respuestas, por dignidad, por la fuerza para existir en un mundo que no sabía ver batallas invisibles.


Mientras otros creaban recuerdos, yo aprendía a mover los dedos de nuevo. Mientras mis amigos viajaban o se bronceaban en la piscina, yo reaprendía a hablar. A ponerme de pie. A vivir dentro de un cuerpo que ya no se movía como antes. Pero esto es lo que he aprendido: Puedes estar ardiendo y aún llevar luz. Puedes perderlo todo y aún aferrarte a la esperanza. Puedes desmoronarte y aun así reconstruirte maravillosamente, aunque tengas que hacerlo más de una vez. Esta no es la historia que yo habría elegido.


Pero es la historia que elijo contar, para que alguien más, en algún lugar, sepa que no está solo en la quietud. Porque incluso en las épocas más tranquilas, la sanación sigue ocurriendo. Y yo también.

 
 
 

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